Aquel día, la sociedad cubana, despojada de todo prejuicio, acudió a las urnas y validó con su voto el nuevo Código de las Familias, tras varios meses de consulta popular.
Así, desde hace dos años, él y él pueden casarse; ellas, dos mujeres unidas formalmente ante la ley, tienen acceso a la adopción de un infante; y los abuelos de aquel niño abandonado por sus padres, comparten hoy la responsabilidad parental de su nieto y forman una familia.
El Código no impuso ninguno de sus capítulos, como tampoco influenció a nadie a adoptar esta u otra forma de convivencia. En todos los casos sumó derechos a aquellos grupos considerados minorías, pero que cada vez ocupaban un espacio mayor en nuestra vida laboral, familiar o social.
Se desmontó así el estereotipo del supuesto “diseño original”, y quedó demostrado que más allá de mamá, papá y nené, existen en Cuba diversos tipos de familia o uniones afectivas.
Se llevaron los derechos a votación, sí, porque el objetivo esencial no incluía la mera adopción de una ley, se trataba de educar a la sociedad en el respeto y la pluralidad.
En esta Isla, donde abundan los rezagos del patriarcado, y predominan los pensamientos y actitudes machistas y homófobas, aprobar el código supuso todo un desafío. Aún bajo esas condiciones, la opción a favor del Sí alcanzó un 66,85 %, cifra válida para ratificar el texto jurídico propuesto.
El Código vino a legalizar aquello que formaba parte de nuestra cotidianidad, y a la vista de todos parecía no tener importancia. Dos años después, podemos afirmar que lejos de restar garantías a alguien, sumó razones a lo justo y lo legítimo.