Luego, las clases de periodismo añadieron un background histórico-cultural a ese acercamiento primero y entendí así la génesis novelera de una isla acostumbrada a exorcizar “amargas” realidades con el melodrama como telón de fondo.
Ahora, frente a la telenovela de turno, han tomado voz y color las lecturas, los pasajes de El derecho de nacer aprendidos gracias a la memoria colectiva y todo el universo anecdótico que circunda a la más paradigmática de las radionovelas cubanas.
De cara a la maestría de Caignet, nuevamente, he podido corroborar la certeza de ese otro grande, El Gabo, cuando redimía al autor frente a un elitismo cultural rancio y castrante y aseguraba que «abrió caminos en Latinoamérica e hizo más que todos los programas de gobierno por llevar a las grandes masas analfabetas un sentido de justicia social».
Y es que, aun cuando suele reconocerse su rol de fundador, Caignet sigue siendo un tanto desconocido o acaso un mito prisionero del éxito de El derecho de nacer. Las alusiones a su obra parten por el lugar común del rating y el fenómeno de masas que paralizaba todo un país en el horario de la novela; y solo colateralmente se refieren al lenguaje, la técnica, y el estilo, responsables de esa «suerte de efecto mágico sobre la audiencia».
Dos poemarios, más de trescientas canciones —algunas de ellas de fuerte arraigo popular como Te odio o Frutas del Caney—, crónicas sociales dispersas en varias publicaciones, trabajos de promoción cultural y de mera divulgación farandulera, nos devuelven en su justa dimensión a este hombre orquesta, que sigue brillando en el decir de nuestra centenaria radio.