Los apagones, compañeros indeseables de esta época, añaden un ingrediente más a la ya desafiante cotidianidad de la ciudad. Sin embargo, a pesar de las dificultades, Santa Clara se aferra a la belleza perenne, una belleza que reside en la resiliencia de su gente y en la monumentalidad silenciosa de su arquitectura. El calor sufocante obliga a buscar refugio en las sombras que proyectan los edificios coloniales, testigos mudos de una historia rica y convulsa.
Las calles, habitualmente bulliciosas, se ralentizan. El ritmo se acompasa al compás cansino de un ventilador y al tintineo de los vasos con refresco. El aire se espesa cargado de humedad y el aroma dulzón de las frutas de temporada.
En el Parque Vidal, corazón palpitante de la ciudad, la vida sigue su curso a pesar de la canícula. Los pajaritos, fieles a la rutina, se convierten en un reloj natural, anunciando las horas con sus idas y venidas. Sus trinos alegres y despreocupados contrastan con el silencio tenso que se respira en las filas para comprar el pan o en las conversaciones apagadas sobre la última interrupción del servicio eléctrico.
La monumentalidad de Santa Clara se revela en cada esquina, en cada fachada, en cada detalle arquitectónico. El teatro La Caridad, majestuoso e imponente, se yergue como un símbolo de la cultura y la resistencia. El Parque del Carmen, con su aura misteriosa y su pasado glorioso, invita a la reflexión y al recogimiento.
La Loma del Capiro, con su vista panorámica, ofrece una bocanada de aire fresco y una perspectiva diferente de la ciudad. La gastronomía, lamentablemente, sigue siendo uno de los puntos débiles de Santa Clara. La escasez de productos, la falta de variedad y los precios elevados hacen que comer sea prácticamente un lujo.
La gente de Santa Clara, curtida por la adversidad, se niega a rendirse. Con una sonrisa, una palabra amable y un espíritu inquebrantable, afrontan el calor, los apagones y las dificultades. La resiliencia es la bandera de esta ciudad, una virtud que se transmite de generación en generación y que la convierte en un sitio único y especial.
Santa Clara termina el verano con la frente en alto, con la conciencia tranquila de haber hecho lo posible por mantener viva su llama. Es una ciudad que se reinventa cada día y que se adapta a las circunstancias, pero sobre todo, que nunca pierde la esperanza.