A las 6 de la mañana, la ciudad despierta envuelta en una niebla húmeda que no alivia. 22 grados Celsius son solo el preludio de lo que vendrá. Para las 10 de la mañana, el termómetro marca los 31 grados y el aire se espesa con una humedad que rosa el 92%, convirtiendo cada paso en un esfuerzo contra una atmósfera densa y opresiva.
Entre las 12 y las 3 de la tarde, las calles del centro histórico se vacían, los comercios cierran. El calor pico, 32-34 grados, impone una pausa obligatoria, reduciendo la jornada laboral a las horas matutinas y nocturnas. Cuando el sol cede, a las 7 y 30 de la tarde, la ciudad resurge.
Los portales de la calle Independencia se llenan de sillas, los abuelos con abanicos de periódicos, los niños jugando al dominó, jóvenes junto al malecón. La brisa nocturna, aún cálida a los 26 grados, permite respirar. La humedad del 100% en agosto convierte cada habitación sin aire acondicionado en un sauna.
Se reportan aumentos en casos de deshidratación e insolación, especialmente en adultos mayores y niños. Las farmacias se agotan. El verano en Santa Clara no es una estación, es un estado de ánimo colectivo.
Entre julio y agosto, la ciudad palpita al ritmo de termómetros que rozan los 34 grados Celsius, transformando la vida en una coreografía de supervivencia y adaptación. Pero en ese sudor compartido, en las sombras de los portales, en las colas del helado, en los bailes bajo las estrellas, se teje una resistencia alegre, como se oye tantas veces en el Parque Vidal, aquí no luchamos contra el calor, lo abrazamos hasta que nos suelta. Y en ese abrazo sofocante, Santa Clara revela su alma más auténtica.